El asesinato de los Romanov, 95 años después.

11 julio, 2013 at 17:12
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Los Romanov visitando un regimiento durante la Primera Guerra Mundial – copy: Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University

En la noche del 16 al 17 de julio de 1918, toda la familia real rusa, el zar, la zarina y sus cinco hijos, el médico del zar y algunos de sus sirvientes fueron asesinados en Ekaterimburgo en el sótano de una casa confiscada a Nicolai Ipatev, un hombre de negocios local. Kakov Yurovsky, el jefe de la checa de la ciudad, obedeciendo órdenes de los dirigentes del partido bolchevique en Moscú, entró en la casa con once hombres armados y descargaron sobre los prisioneros decenas de balas.

Nicolás II había subido al trono en 1894, a la edad de veintiséis años, tras recibir una educación refinada. Hablaba inglés, con acento de Oxford, alemán y francés, era “el hombre más educado de Europa”, según su primo el Gran Duque Alejandro, pero sabía poco de cómo gobernar a un país que tenía un ingente campesinado aislado de la estructura política que él presidía y donde estaba emergiendo un movimiento revolucionario que su policía, famosa por la utilización de métodos violentos, no podía suprimir pese a la represión. La autocracia ya no servía para gobernar un imperio tan grande y complejo, pero Nicolás II se aferró al poder absoluto en vez de ensanchar su base política. Las concesiones que tuvo que hacer tras la revolución de 1905, con la guerra contra Japón por el control de Corea y Manchuria en el trasfondo, no fueron suficientes para sus opositores y le quitaron prestigio a los ojos de quienes las percibieron como un producto de su debilidad como gobernante.

En febrero de 1913 Nicolás II presidió en San Petesburgo la ceremonia que celebraba trescientos años de dominio de la dinastía Romanov sobre Rusia. Hubo acción de gracias en la catedral, dirigida por el Patriarca de Antioquia, que se había trasladado desde Grecia para esa ocasión tan especial, a la que asistió una amplia representación de la clase dominante rusa. La glorificación de la dinastía Romanov pretendía, con esa ceremonia de poder y opulenta, mantener la reverencia popular hacia el principio de la autocracia. Pero también, como señala Orlando Figes, “reinventar el pasado (…) investir a la monarquía con una legitimidad histórica mítica”, justo en un momento en que su dominio estaba siendo desafiado por fuerzas democráticas y revolucionarias. “Los Romanov estaban refugiándose en el pasado, con la esperanza de que podría salvarles del futuro”.

La dinastía Romanov cumplía tres siglos cuando la guerra amenazaba a Europa. A comienzos de 1914, la diplomacia rusa reconocía que una guerra con los imperios centrales, con Austria-Hungría y Alemania, era inevitable, a causa de las presiones proeslavas de un sector del ejército y de la burocracia, pero trataba de retrasarla porque el ejército ruso, de acuerdo con los expertos militares, no estaría preparado para entrar en ella hasta 1917.

El asesinato del archiduque Fernando el 28 de junio precipitó los acontecimientos y colocaron a Rusia y al zar en una difícil situación. Nicolás II sabía que si iba a la guerra, corría el riesgo de la derrota y de la quiebra del imperio; y si permanecía al margen, aunque la neutralidad era casi imposible en aquel momento, podía suscitar el surgimiento de un movimiento patriótico contra él, porque la prensa clamaba a favor de la guerra contra Austria, en defensa de Serbia, y en las calles de San Petesburgo la gente se manifestaba por la misma causa. Cuando el 28 de julio Austria declaró la guerra a Serbia, el ministro de Asuntos Exteriores, S. D. Sazanov, recomendó al zar una movilización general.

El 2 de agosto de 1914 Rusia entró en la guerra contra Alemania y Austria, aliada con Gran Bretaña y Francia. Al principio, una oleada de fervor patriótico unió a amplios sectores de la población en torno al zar y la idea de nación, mientras que pacifistas e internacionalistas tenían que emprender el camino del exilio. Pero la guerra se alargó y el zar, en vez de transferir poder desde la corona a los representantes de la nación reunidos en la Duma, que así lo reclamaban, asumió el mando personal de las fuerzas armadas en el frente y perdió contacto con la situación política en la retaguardia. El liderazgo pasó a su mujer, la emperatriz Alejandra, quien ejerció desde mediados de 1915 gran influencia en los nombramientos de ministros, gobernadores de las provincias y miembros de la administración.

Alejandra, hija del Gran Duque de Hesse-Darmstadt y de la princesa Alice de Inglaterra, había sido criada y educada en Inglaterra por su abuela la reina Victoria y era totalmente ajena a la cultura y a las costumbres rusas cuando en 1894 se convirtió en zarina, a la edad de veintidós años. Nunca fue popular y de la correspondencia con su abuela se deduce que tampoco le importaba mucho, convencida de que en Rusia, al contrario que en Inglaterra, los monarcas no tenían “necesidad de ganar el afecto del pueblo”, que adoraba a sus zares “como seres divinos”. Su intromisión en los asuntos políticos y la influencia que Rasputín ejerció sobre ella, emponzoñaron las relaciones entre la monarquía y sus principales y tradicionales apoyos en la sociedad, desde la nobleza, a la Iglesia y el ejército.

Después de dar luz a cuatro niñas, entre 1895 y 1901, Alejandra tuvo finalmente un hijo, futuro heredero de la corona. Alexis nació en 1904 y pronto se descubrió que sufría hemofilia, una enfermedad incurable en ese momento, muy común en las casas reales de Europa, y que le había transmitido su madre. Gregorii Rasputín, un campesino curandero que procedía de Siberia, ganó su posición en la Corte porque demostró ser capaz, o eso al menos parecía, de detener las hemorragias y el sufrimiento del heredero al trono. Rasputín  usó esa influencia con la emperatriz para obtener un poder extraordinario, al margen de los rumores que siempre circularon sobre su potencia sexual, o las orgías que organizaba con ella.

Tras la marcha del zar Nicolás II al frente, en agosto de 1915, Rasputín incrementó su influencia política, hasta el extremo de que era imposible conseguir o mantenerse en un puesto sin su consentimiento. Los monárquicos más conservadores comenzaron a mostrar su disgusto con lo que ocurría en la Corte, asustados también por la posibilidad de que los disturbios sociales alcanzaran directamente a la cúspide de la estructura del poder. En la sesión de la Duma de noviembre de 1916, en la que se debían votar los presupuestos para la guerra, varios oradores, entre los que se encontraba Alexander Kerenski, un abogado de 35 años, atacaron al Gobierno por traicionar los intereses del país. Un mes después, Rasputín fue asesinado en casa del príncipe Félix Yusupov, una noticia que fue saludada con gozo en los círculos aristocráticos.

Con el paso de la guerra, en el frente y en los cuarteles militares de la cercana retaguardia, la disciplina de las tropas comenzó a desmoronarse. Los soldados, la mayoría jóvenes campesinos, se negaban a combatir y rechazaban la autoridad de sus oficiales, a quienes veían ahora como enemigos de clase, representantes de los terratenientes. La crisis de subsistencias se combinaba con una crisis de autoridad. Las cartas que los soldados escribían desde el frente a sus familiares reflejaban ese cansancio de la guerra y el malestar con los superiores. El general Alexei Brusilov, la máxima autoridad militar en el frente, recibía cartas sin firmar de sus hombres advirtiéndole “que ellos no querían más combates, y que si no se llegaba pronto a la paz, le matarían”.

En ese tercer invierno de la guerra, el más frío y complicado, la crisis de autoridad, la pérdida de confianza en el régimen, iba a desembocar en motines, huelgas, deserciones del frente y, finalmente, en una transformación profunda de la estructura de poder que había dominado Rusia durante siglos.

La Duma, conservadores y liberales, y algunos generales presionaban al zar para que abdicara, temerosos de que si seguía en el poder la revolución sería inevitable y se extendería al frente. Lo que buscaban, por lo tanto, era prevenir la revolución y conducir la guerra de forma más eficaz. El zar, que no se había preocupado mucho al principio de los disturbios, continuado con su rutina, asistiendo a misa y jugando al ajedrez, sin conocer bien la gravedad de lo que estaba pasando, abdicó el 2 de marzo a favor de su hermano el Gran Duque Mikhail. Pero su hermano, asustado también por la revolución y al ver que la Duma no confiaba en él, no aceptó la corona. Así acabó la monarquía de los Romanov y de golpe todo el edificio del Estado ruso se desmoronó.

Los  dos gobiernos provisionales que siguieron a esa quiebra de la monarquía, el del príncipe Georgii Lvov y el de Alexander Kerensky, no pudieron controlar la revolución ni acabar la guerra. Lo que había comenzado en febrero con un motín en la guarnición militar de Petrogrado, acompañado de protestas de la población civil contra la inflación y la falta de alimentos, se había convertido tan solo ocho meses después en una revolución social, en la que los campesinos ocupaban las propiedades no comunales, los trabajadores asumían el control de las fábricas, los soldados desertaban en masa del frente y las minorías étnicas pedían más autogobierno. A esa rebelión le faltaba que alguien supiera llenar el vacío de poder que estaban dejando el fracaso y la soledad del Gobierno de Kerensky. Y ahí aparecieron los bolcheviques. Y Lenin.

La conquista del poder por los bolcheviques fue uno de los principales acontecimientos del siglo XX. Antes de que esa revolución victoriosa tuviera que hacer frente a la lucha por consolidarla, aparecieron todo tipo de manifestaciones de destrucción y derribo del viejo orden, que se sumaban a todas las que ya habían hecho acto de presencia desde 1917: vandalismo, crímenes, saqueos y violencia generalizada.

Hasta que los conservadores y contrarrevolucionarios pudieron reunir sus fuerzas y crear un ejército con garantías, pasaron seis meses y durante ese tiempo la mayor resistencia a Lenin provino de las otras fuerzas socialistas y revolucionarias que insistían en que debía formarse un amplio gobierno de coalición de izquierdas y que tampoco compartían los planes bolcheviques para el control de la tierra y de las industrias. Las tensiones con esos grupos, en especial con los social revolucionarios de Chernov, que mantenían todavía un considerable apoyo del campesinado, llevaron a los bolcheviques, muy pronto, a depender de una política de terror. Comenzó a funcionar contra los supuestos “enemigos del pueblo” y se extendió a los mencheviques y social revolucionarios. La nueva policía del Estado bolchevique, la Comisión Extraordinaria Rusa para el combate contra la Contrarrevolución y el Sabotaje, conocida como Cheka, inició su siniestra andadura a comienzos de diciembre de 1917. Del crimen desorganizado se pasó a la “justicia revolucionaria” administrada por los nuevos Tribunales Populares. Y el sistema descentralizado de la Cheka, donde cada organización local hacia la ley por su cuenta, se convirtió en un terror organizado desde arriba.

A la revolución le acompañó desde el principio el terror. Antes de que el sistema policial de las checas se centralizara y organizara desde arriba el terror político y se constituyeran los tribunales populares como forma de administrar justicia, amplios sectores de las clases populares, incitadas a veces por los bolcheviques y otros revolucionarios, hicieron la guerra por su cuenta a los privilegiados, a los burgueses, a la nobleza y al clero, y a los “enemigos de clase”. Lenin siempre abogó por utilizar la violencia contra los enemigos de la revolución y en esa explosión de violencia, y en la necesidad de controlarla por parte de los bolcheviques, se encuentran las bases de lo que sería el aparato de seguridad y represión de la dictadura estalinista.

La ejecución de los Romanov fue una prueba clara de que el terror iba a constituir un componente primordial de la revolución y de la guerra civil combatida por los bolcheviques para defenderla y consolidarla. Tras su abdicación en marzo de 1917, Nicolás II y su familia permanecieron bajo arresto en su residencia real en San Petesburgo, en la Villa de los Zares, Tsarkoe Selo, hasta que a mitad de agosto, Kerensky, el jefe del gobierno provisional, preocupado por la seguridad del zar y por la posibilidad de que la multitud asaltara el palacio, ordenó que evacuaran a la familia a la ciudad siberiana de Tobolsk, a la residencia de un antiguo gobernador. Allí se enteró el zar de la revolución de octubre y su situación comenzó a cambiar en los primeros meses de 1918 cuando los bolcheviques de la cercana ciudad de Ekaterimburgo pidieron tenerlo bajo su control. El plan de Trotsky, sin embargo, era conducir al zar a Moscú, nueva capital de Rusia desde marzo de ese año, y hacerle un juicio público a la manera del que habían hecho los revolucionarios franceses a Luis XVI, antes de llevarlo a la guillotina el 21 de enero de 1793.

Ese plan no pudo realizarse porque los bolcheviques de Ekaterimburgo trasladaron allí a la familia real, el 30 de abril al zar y a la zarina y el 23 de mayo al resto de la familia, y los encerraron en la casa de  Nicolai Ipatev. Era el final de los últimos representantes de un despotismo tradicional, que hundía sus raíces en el medievo, de una dinastía que había dominado el imperio ruso durante tres siglos, exhibiendo su opulencia y poder como la encarnación de Dios en la tierra Sus cuerpos fueron enterrados cerca de allí, aunque el lugar exacto de las fosas no se descubrió hasta después de la caída del régimen soviético, más de siete décadas después.