El lugar de la memoria en el cine de Carlos Saura

21 mayo, 2014 at 16:27

La historia de la guerra civil y de la dictadura de Franco continúa persiguiendo nuestro presente. La memoria de los vencedores de la guerra civil española, amos absolutos durante la dictadura de Franco, ocupa todavía un espacio preeminente en comparación con la de los vencidos. El franquismo tiene sus lugares de memoria, calles, monumentos y mártires. De la República y de quienes la defendieron queda el recuerdo de los supervivientes y de algunos historiadores.

Fotograma de la película "La caza".

Fotograma de la película «La caza».

Acabada la guerra, en la paz incivil de Franco, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas quiénes eran los patriotas y dónde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces, y en bastantes casos presentes todavía hoy, los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y políticos católicos.
Estamos ahora, por lo que al franquismo se refiere, en la “era de la memoria”, tan incómoda para muchos, en el regreso del pasado oculto y reprimido. Es una construcción social del recuerdo, que evoca con otros instrumentos, y a veces deforma, lo que los historiadores descubrimos. Es un legado pesado, dominante durante mucho tiempo, e imposible de olvidar. Por eso regresa, vuelve con diferentes significados, lo actualizan sus herederos. Porque apenas han pasado treinta años desde el fin de una dictadura que duró cuarenta.
La dictadura de Franco amparó el enfoque distorsionador y tendencioso de los vencedores de la guerra y durante esas décadas resultó muy difícil elaborar interpretaciones alternativas. En esos años de silencio historiográfico, la literatura y el cine encendían de vez en cuando la llama del recuerdo. Entre los cineastas, el que más lo hizo, desafiando a la censura y a la miseria intelectual, fue Carlos Saura. En sus películas, desde La caza, de 1965, hasta ¡Ay, Carmela!, de 1990, siempre hubo un lugar para el recuerdo, “todos son recuerdos”, que decía la mamá que cumplía cien años. Recuerdos de la guerra, de su violencia e intolerancia. Recuerdos del franquismo, de su represión, doble moral e hipocresía. “Utilizar la cabeza para introducir el pasado”, ésa era su intención, según declaró en el documental “Retrato de Carlos Saura”, dirigido por José L. López Linares. Y para ello había que utilizar la imaginación, captar una realidad más amplia de lo que aparentemente se percibía. Dice Saura que eso lo aprendió de Luís Buñuel.

 

“Utilizar la cabeza para introducir el pasado”

Carlos Saura tenía cuatro años en 1936. Hasta el comienzo de la guerra su vida transcurrió en la “ignorancia infantil”, con “escasas imágenes”, sin demasiada historia. Pero todo cambió, de repente, con la guerra, como bien se muestra en una escena para el recuerdo que aparece en La prima Angélica (1973). La familia se parte en dos, como España. La de derechas, antes de saber qué rumbo van a tomar los acontecimientos, cierra las ventanas, baja las persianas, reza el rosario, temerosa de la revolución, a la espera del ejército salvador. Escuchan la radio y el padre, Anselmo (Fernando Delgado), dice: “¡Son los nuestros! ¡Abrid las ventanas, que entre la luz del día!”. La mujer comienza a tocar el “Cara el Sol” con el piano, mientras Anselmo de dice a su sobrino Luisito (José Luís López Vázquez): “ahora va a saber lo que es bueno tu padre y los de su ralea”.
Y lo supieron. Porque mucha sangre es lo que trajo ese verano de 1936. Los militares sublevados salieron de sus cuarteles, se echaron a las calles y proclamaron el estado de guerra. Comenzaron así los encarcelamientos en masa, la represión selectiva para eliminar las resistencias, las torturas sistemáticas y el terror “caliente”, ese que dejaba a los ciudadanos allí donde caían abatidos, en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas abandonadas. 100.000 rojos fueron asesinados durante la guerra civil y 50.000 más en la posguerra, hasta finales de 1945.
De esa violencia se hace eco ¡Ay, Carmela!, basada en la obra de José Sanchís Sinisterra, la única película de Saura, acompañado en el guión por Rafael Azcona, que trata de forma explícita sobre la guerra civil. “En la España de Franco se hace justicia y los buenos españoles nada tienen que temer”, les dice el teniente franquista que interroga a los rojos que van a ir al paredón de fusilamiento. Y lo repite Paulino (Andrés Pajares), el comediante y compañero de fatigas de Carmela (Carmen Maura): “los que somos inocentes nada tenemos que temer”.
Inocentes o no, los fusilaban y ese era el momento en que aparecía el cura, con la boina roja de los requetés, para darles el auxilio espiritual: “el que quiera confesar ahí tiene a don Pedro”. Una imagen recurrente para representar la tragedia española, la del cura que acompañaba a los reos, que preparaba a las almas de los condenados a muerte para ese momento definitivo y último. No había ciudadano con más suerte que el condenado a muerte, escribía el padre Martín Torrent, capellán de la cárcel Modelo de Barcelona, en ¿Qué me dice usted de los presos? (1942), pues era el único que tenía la incomparable fortuna de poder responder a la pregunta “¿Cuándo moriré?” y de reconciliarse así con Dios.
Ese cura, que sólo se preocupa de la salvación eterna de las almas de sus feligreses, era también uno de los protagonistas de la novela de otro aragonés, Ramón J. Sender, Réquiem por un campesino español (1960). Millán, el cura cristiano, es el ministro de la muerte, que traiciona a Paco, el campesino, ejecutado por la violencia fascista, pero que tiene al menos la oportunidad de confesarse. Cómplices de miles y miles de asesinatos. La actitud más frecuente del clero ante esos hechos fue el silencio, voluntario o impuesto por sus superiores, cuando no la acusación o la delación.
Mientras que la Iglesia católica amparó, silenció y ocultó la guerra de exterminio dirigida por los militares sublevados en nombre de la patria y de la religión, las imágenes de destrucción que ocasionó la violencia anticlerical en la zona republicana dieron la vuelta al mundo y generaron una corriente de simpatía a favor del bando franquista. Quemar una iglesia o matar a un eclesiástico es lo primero que se hizo en muchos pueblos y ciudades donde la derrota de la sublevación militar de julio de 1936 desencadenó una explosión revolucionaria, súbita y destructora. Casi 7000 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas y santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente.
El omnipresente recuerdo de ese anticlericalismo y de sus mártires aparece también en el cine de Saura, en ¡Ay, Carmela! y en La prima Angélica, cuando el cura en la escuela hace leer a un niño un texto sobre la barbarie roja. Renace incluso en Deprisa, deprisa (1980), una película sobre jóvenes delincuentes en el Madrid de la transición a la democracia que nada tiene que ver con el pasado.
El 7 de agosto de 1936, un grupo de milicianos había destruido el majestuoso monumento al Sagrado Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles, a catorce kilómetros de Madrid, que había mandado erigir Alfonso XIII en 1919. Antes de destruirlo, los milicianos “fusilaron” la estatua que representaba al Sagrado Corazón, en un acto de irreverencia que sacudió los corazones sensibles de la espiritualidad española. Y quedó la foto, que no fue encontrada donde se dijo que apareció, en los diarios franceses Le Jour y Le Matin, pero que sí que se publicó, según información que ofrece Giuliana di Febo, en L’Avvenire d’Italia del 19 de agosto de 1936. “Vergogne dell’umanità”, se titulaba el artículo que acompañaba la foto.
Los jóvenes delincuentes de Deprisa, deprisa visitan ese colosal monumento de veintiocho metros de altura por azar, de paso por ahí, ajenos a lo que eso significa. Leen la inscripción “Cabeza de la imagen profanada del Sagrado Corazón de Jesús”, sin entender nada y una señora les aclara: “Esa era la cabeza del Corazón de Jesús que fusilaron y dinamitaron los rojos durante la guerra”. El “Meca” (Jesús Arias Aranzeque), el joven que quemaba los coches robados después de los atracos, contesta, cuando se alejan: “Algo habrá hecho”. Memoria, olvido e irreverencia, todo junto en la misma escena.
Desde sus primeras películas, a Saura le interesó mucho reflejar el pasado violento de una sociedad que vivía todavía fracturada bajo la represión y miseria de la dictadura. La caza (1965), la película que además le abrió caminos de fama, por los prestigiosos premios que obtuvo, es el mejor ejemplo. Sabemos desde el primer instante que en el escenario donde los cuatro protagonistas van a cazar conejos murió mucha gente en la guerra civil. “A montones murieron aquí”, le dice José (Ismael Merlo) a Enrique (Emilio Gutiérrez Caba), enseñanza y recuerdo del mayor al joven. “Buen sitio para matar”.
Todo en esa película recuerda a la guerra. José, el propietario del coto de caza, tiene escondido en una cueva un esqueleto de un muerto de la guerra. La gente, dicen, comía entonces ratas y “los débiles”, que “no tienen nada que hacer en la vida”, cayeron como conejos, recuerda Luís (José María Prada). Llegará un día, continúa Luís, en que los conejos, “los débiles”, que son muchos y pequeños, se apoderarán de todo “y la lucha de clases desaparecerá”. La sentencia nos pone en la pista de los causas de esa guerra, los conflictos sociales, y de la obsesión de los militares y gentes de orden por borrarlos del mapa.
Aunque, en realidad, las pasiones estallaron en el calor del verano de 1936, cuando alguien prendió la llama y propagó un gran incendio, como años después hace el joven Enrique, ajeno a las tensiones de sus compañeros de caza, encendiendo fuego, porque se aburre, en un día también muy caluroso, una hoguera en la que Luís quema un maniquí, como se quemaban los santos en 1936, que se extiende y aunque logran apagarla, es el preámbulo de la tragedia. Los tres hombres mayores, a quienes el pasado común persigue y el presente no les permite ser felices, se matan entre ellos. Sólo el joven queda vivo, no sabemos si para seguir recordando, prisionero del pasado, o como esperanza de cambio. Porque mientras los mayores preparan el enfrentamiento, con sus recuerdos, conversaciones, reproches y violencia contenida, el joven escucha música moderna en la radio y baila el twist con la sobrina del guardia de la finca, un cojo al que Paco (Alfredo Mayo) desprecia por tullido, por débil.
Tradición y modernidad

Esa tensión entre la tradición y la modernidad preside el cine de Carlos Saura, como el de Luís Buñuel en Viridiana (1961) o el de Luís García Berlanga en El verdugo (1964), que acaban también con un fondo de música moderna y en El verdugo, tras la ejecución a garrote vil, el modo más cruel y primitivo de matar, con rubias extranjeras bailando el twist en un yate. Rubias extranjeras que también fascinaban a Carlos Saura, porque eran “más libres” y estaban “mejor preparadas”, según nos cuenta el director. Es la rubia extranjera, Elena (Geraldine Chaplin), de Peppermint Frappé (1967), a la que Julián (José Luís López Vázquez) trata de conseguir sin éxito. Y es de nuevo la institutriz inglesa de Ana y los lobos (1972), que vive en medio de una familia de lunáticos, con un franquista autoritario (José, Juan María Prada), un anacoreta místico que quiere volar (Fernando, Fernando Fernán Gómez), un salido que escribe cartas erótica a Ana, engaña a su mujer y se aprovecha de las criadas (Juan, Juan Vivó) y una madre gorda y dominante (Rafaela Aparicio).
Todos vuelven a escena años después, ya en la transición a la democracia, en Mamá cumple cien años (1979), todos menos José, que ha muerto, como muerto parece estar el orden de Franco, aunque el pasado y su herencia siguen vivos y pesando, como el machismo, la represión sexual, la hipocresía y los uniformes militares que se pone Carlota (Angelines Torres), la sobrina de José, muestra inequívoca del culto a esa historia de orden.
Saura recuerda y los que vemos su cine recordamos cómo era esa España de Franco, de los años sesenta y setenta, entre la tradición y la modernidad. Es un viaje a través de la memoria y el tiempo, que tanto nos interesa a los historiadores. Hay una España que ha desaparecido, pero no del todo, miserable y primitiva, “de hambruna y pobreza”, que Saura capta en sus fotos, “parece la prehistoria”, dice, y otra moderna que nace, aunque no puede dominar todavía y matar a la vieja. Y en todo caso, la modernidad no es capaz de tragarse la historia, el pasado violento, que sale una y otra vez a través del recuerdo de los protagonistas de sus películas.
La guerra civil española fue la primera de las guerras del siglo XX en que la aviación se utilizó de forma premeditada en operaciones de bombardeo en la retaguardia. La intervención extranjera mandó por el cielo español a los S-81 y S-79 italianos, a los He-111 alemanes y a los “Katiuskas rusos”, convirtiendo a España en un campo de pruebas para gran guerra mundial que se preparaba. Madrid, Durango, Guernica, Alcañiz, Lérida, Barcelona, Valencia, Alicante o Cartagena, entre otras muchas ciudades, vieron cómo sus poblaciones indefensas se convertían en objetivo militar. Según el estudio de Joseph María Solé i Sabaté y Joan Villarroya, las víctimas mortales como consecuencia de los bombardeos de la aviación franquista, italiana y alemana en la zona republicana superaron las 11.000, de las que más de 2.500 ocurrieron en Barcelona, mientras que los muertos ocasionados por la aviación republicana y soviética, si se aceptan las cifras de los propios vencedores, serían 1.088 hasta mayo de 1938. La actuación de la aviación italiana y alemana fue decisiva para la victoria franquista. La mayoría de los bombardeos que realizaron fueron con el único objetivo de castigar y sembrar el pánico en la población y muchos de ellos ocurrieron además en poblaciones catalanas y levantinas a partir de finales de 1938, cuando la guerra la tenía prácticamente ganada el ejército franquista.
Saura vivió esos bombardeos en Madrid, Valencia y sobre todo en Barcelona, porque su familia seguía el peregrinaje de su padre como funcionario de Hacienda al servicio de la República. Un bombardeo es el que destroza el comedor y a varios niños de un colegio religioso en la escena incluida en La prima Angélica, después de que el cura instruyera a los internos sobre el temor a la muerte, al pecado y al infierno. Y las sirenas, el bombardeo y la destrucción aparecen de nuevo en los momentos finales, en el recuerdo, de esa mamá moribunda que cumplía cien años.
Cien años es un siglo para echar la vista atrás, para mostrar la España de los perdedores, la opresión de la religión y de la censura. Los libros son buenos compañeros, aunque algunos son peligrosos, le dice José, el militar frustrado, el dictador que mantiene el orden en la casa a Ana, la institutriz. Y lo mismo repiten los personajes de El Sur (1991), aunque el escenario sea Argentina y los cuentos de Borges. “El libro es la extensión de la memoria y de la imaginación”, observa un hombre paseando una biblioteca. “Sí”, le contesta su acompañante, “aunque algunos son peligrosos”.
La tensión entre la tradición y la modernidad tuvo siempre un reflejo en la historia de España en la lucha entre la Iglesia católica y los esfuerzos laicos por crear escuelas públicas, reducir el analfabetismo y extender la cultura popular, los ejes sobre los que trató también de erigirse la Segunda República. Cuando ésta llegó en abril de 1931 había casi un millón de niños que no recibían instrucción, resultado del abandono educativo practicado por los gobiernos durante décadas. El socialista Rodolfo Llopis, director general de enseñanza primaria, calculó que para paliar el cierre de los centros religiosos y escolarizar a toda la población haría falta construir más de 27.000 escuelas, a un ritmo de 5.000 escuelas nuevas cada año. Aunque se dotaron más de 10.000 nuevas plazas de maestros, formados con cursillos especiales, la falta de medios de muchos ayuntamientos, en los que se delegó la construcción de escuelas, no permitieron cumplir con ese ambicioso plan. Aun así, durante los años republicanos se construyeron más de diez mil escuelas, la partida presupuestaria dedicada a la enseñanza aumentó sustancialmente desde 1931 a 1934 y los logros de la República en ese terreno han sido destacados por numerosos estudios.
Para reducir el analfabetismo, que afectaba a casi el 50 por ciento del total de los mayores de diez años, y mucho más a mujeres que a hombres, se crearon en 1931 las Misiones Pedagógicas “para llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento del progreso”. Su Patronato lo presidía Manuel Bartolomé Cossío, sucesor de Francisco Giner de los Ríos al frente de la Institución Libre de Enseñanza, y entre sus vocales estaban los poetas Manuel Machado y Pedro Salinas. Acercar los libros, el cine y el teatro a la España rural era uno de sus objetivos, a los que contribuyó también el grupo teatral de La Barraca, creado por Federico García Lorca, que se mantuvo activo, con su repertorio clásico, hasta la primavera de 1936.
Saura homenajea esos esfuerzos culturales en ¡Ay, Carmela!, con el recuerdo de Machado, presente también en La prima Angélica, y de otros ilustres combatientes por la cultura. El colegio donde están los presos que van a ser fusilados se llama “Joaquín Costa” y el teatro del pueblo ocupado por los franquistas lleva el nombre de “Goya”. El final de la película rinde honor a la República, cuando a Carmela la mata un soldado franquista con la bandera republicana rodeando su cuerpo desnudo.
La muerte de la República, la muerta de la cultura y la apología de la violencia. Muchos españoles vieron la guerra desde el principio como un horror, otros sentían que estaban en la zona equivocada y trataban de escapar. Hubo personajes ilustres de la República que no tuvieron participación alguna en la guerra y estaba también la llamada “tercera España”, algunos intelectuales que pudieron “abstenerse de la guerra”, como decía de sí mismo Salvador de Madariaga. Pero la guerra atrapó a la mayoría de la población española, a millones de ciudadanos, les hizo tomar partido, aunque algunos se mancharan más que otros, e inauguró un período de violencia sin precedentes en la historia de España, por mucho que todavía haya versiones que vean esa guerra como una consecuencia lógica de la tendencia ancestral de los españoles a matarse.
Una guerra de aniquilamiento, necesaria para los que la provocaron con sus armas, pero inútil en el recuerdo de la mamá que cumple cien años. Así acaba esa maravillosa película, que resume el cine de Saura, que utiliza la cabeza y la imaginación “para introducir el pasado”, para recordar la persistente tensión entre tradición y modernidad que presidió la historia de España de la mayor parte del siglo XX. “Cuánta crueldad, cuánta estupidez, cuánta mezquindad”, dice mamá-Rafaela Aparicio al recordar la guerra. “Cuánto sufrimiento inútil, cuánto sacrificio inútil”.

Este artículo  fue publicado en el catálogo de la Exposición Carlos Saura. Los sueños del espejo, Diputación Provincial de Huesca-Festival de Cine de Huesca, Huesca, 2007